El niño se acerca a la esquina y pregunta: “Danilo, ¿me ayudas a cruzar la calle?”. Entonces Danilo Nicolic, que conversa animadamente en la esquina de las calles Fernández Albano y Paulina, abraza al niño, cruza la calle con él y regresa al otro lado para seguir en lo que estaba. Al rato el pequeño vendrá de vuelta y volverá a pedir ayuda. En eso se pasará la mañana, de un lado a otro, asistido siempre por Danilo o algún otro adulto. Tiene cerca de diez años y sus padres no le dan permiso para cruzar la calle solo. El resto en ese niño es pura libertad.
Es mediodía de lunes y en este y otros barrios de La Cisterna los niños juegan en las veredas, juegan y transitan de una casa a otra, sin uniformes escolares ni distingos entre feriados y días de semana. Esos niños son parte de la nutrida comunidad gitana que vive en Gran Avenida.
Están entre los paraderos 17 y 26 y sus casas no se distinguen de las de los chilenos, de no ser porque varias exhiben puertas abiertas y en vez de autos sedán estacionan camionetas y deportivos. Hay otro rasgo de identidad: como viven de la compra y venta de autos, sus barrios se han poblado de negocios de repuestos, talleres mecánicos y automotoras.
En ninguno de estos negocios trabaja un gitano. Un gitano jamás trabaja dependiente de alguien.
“A nosotros no nos manda nadie”, dice Mauricio Ilic, que vende autos y prepara a su hijo para que haga lo mismo. Le ha enseñado a transar juguetes, bicicletas, PlayStation. Le ha enseñado a sumar y restar, y con eso le basta.
“¿Para qué vamos a mandar a los niños al colegio? A diferencia de ustedes, nosotros ya sabemos en lo que van a trabajar nuestros hijos. No necesitamos más”, afirma.
Los primeros en llegar a la comuna fueron los Nicolic. Compraron un terreno en calle Fernández Albano e instalaron una carpa. Al tiempo construyeron una casa y le siguieron otras familias. Los California, los Ilic, los Pantic, los Milanovic. Varios venían de La Palmilla, en Conchalí, donde se establecieron los primeros gitanos en Santiago.
Han transcurrido cuarenta años desde entonces y los gitanos siguen llegando a la comuna, aunque ya no en carpas. Hace años que llegan a una casa propia o arrendada a otro paisano. Algunas familias, las más potentadas, han derivado al negocio inmobiliario y hoy pueden ser dueños de cuadras completas.
Danilo Nicolic dice que la mayoría de los gitanos ya no acostumbran a vivir en carpa, excepto si es verano y están de vacaciones. Dice y se pregunta: “¿A quién le puede gustar pasar un invierno en carpa, pasando frío, mojándose, clavando estacas? Los gitanos que siguen viviendo así es porque no han hecho el dinero para comprarse una casa. Así es la cosa”.
El tema no ha cambiado mucho, pero ha cambiado. Las gitanas que caminan por La Cisterna no parecen gitanas. Algunas llevan el pelo teñido y pantalones y faldas en tonos oscuros y opacos. Los matrimonios ya no son arreglados por los padres. Ha habido tres o cuatros gitanos que han llegado a la universidad. Y de un tiempo a esta parte acuden masivamente a la Iglesia Adventista Gitana del Séptimo Día.
La iglesia fue fundada a principios de los ochenta por Francisco Milanovic, que empezó con una carpa militar en La Palmilla y una década después levantó un templo de concreto en un terreno de Domingo Correa esquina Esmeralda, a pocas cuadras de su casa.
Milanovic dice que al comienzo no le fue fácil predicar entre gitanos. Recibió burlas, amenazas, agresiones. Los gitanos, dice Milanovic, se resistieron al evangelio, pero terminaron por convencerse de que el adventismo se podía adaptar a ellos y no necesariamente tenía que ser al revés. En la iglesia también funcionó una escuela, pero eso, a diferencia de lo otro, no duró más que unos pocos meses.
Los gitanos pueden creer en el evangelio, pero no en la educación formal.
La casa sigue en obras, pero ya tiene piscina, quincho, sala de estar, habitaciones en un segundo piso y un enorme living en que todo hace juego: el cortinaje, dos sillones de cinco cuerpos, el puddle café claro y las alfombras de motivos mexicanos rematadas del casino Monticello tras la remodelación que siguió al terremoto de 2010.
El terremoto también movilizó a los dueños de casa, que hace un año se trasladaron de Antofagasta a Santiago, temiendo la ocurrencia de un tsunami. En un terreno de calle Fernández Albano construyeron su casa y la vida siguió como siempre. Sandro Nicolic vende autos y su esposa Esmeralda se ocupa de sus hijos y la casa, aunque para esto último tiene una empleada chilena.
“Una gitana jamás va a trabajar para otra, somos muy orgullosas, somos libres”, dice Esmeralda.
Esa tarde de martes sus dos hijos menores juegan en el segundo piso, el mayor se entretiene en el living pellizcando su IPhone y un sobrino, que está de visita, explora música en su MacBook Pro.
Daniel Morales, el sobrino, dice que los chilenos guardan una imagen que ya no existe de los gitanos. “Ustedes los chilenos, escucharon decir a sus padres que si no se comían toda la comida se los iba a robar un gitano”, comenta.
Cuadras más arriba, en el barrio donde vivió Perla, protagonista del docurreality de Canal 13, uno de sus parientes dirá que se siente cómodo donde vive, aunque “si se pone malo”, pensará en mudarse a otro lado con su familia.
“En ese caso, tendremos que irnos para arriba. No tenemos ningún problema en movernos. Así somos”, dice Mauricio Illic.
por Cristóbal Peña